Septiembre siempre había sido un mes de reencuentros en mi vida. Después de los meses de verano, tocaba la vuelta a clase, el regresar a las aulas, volver a ver amigos, que te cuenten sus experiencias, sus viajes, sus aventuras.
Ahora septiembre ha cambiado, se ha convertido en el mes de las despedidas, ya no hay narración épica sino un largo abrazo, es ley de vida. A los 12, envidias al alumno que fue a Nueva York. Y a los 19 envidias al que le conceden la beca de dietas para gastar en la cafetería.
Esta situación tan solo es síntoma de una cosa, NOS HACEMOS MAYORES. Lo cual llama mi atención porque siempre he sido una persona a la que hacerse mayor no le causaba miedo sino curiosidad, y ahora me aterra. No me aterra el hecho de crecer, sino me causa reparo como lo hago yo. A estas alturas del cuento, según los sueños de una niña, ya debería estar en segundo de Audiovisuales, y quién sabe quizá viviendo en un piso compartido en la Castellana. Pero la rana nunca recibió su beso y mi cuento sigue un curso muy distinto al que la niña de 12 años había imaginado.
Sé que no me puedo comparar, que a cada cual nos toca vivir nuestra vida. Sé que para lo mal que podía haber terminado todo, he tenido hasta suerte. Y sé, que no puedo vivir en el «¿qué habría pasado si…?. Lo sé. Pero eso no quita que hemos vuelto a estar en septiembre y yo no estoy curada. Sí estoy muchísimo mejor, la radioterapia ha tenido unos efectos increíbles, hasta la vista está sufriendo cambios. Pero, a estas alturas del año pasado, habiendo abandonado el hospital tras 1 mes, mi mente elaboró todo un nuevo futuro. «Venga, este año sabático y el que viene nos vamos». Busqué opciones, y estas se fueron hundiendo en el mar de las malas noticias. Por ello septiembre es un mes que me remueve bastante las tripas. Pero llegará octubre y el cuento habrá avanzado, aún me quedan bastantes cartuchos por quemar.
Yo todavía sigo a flote, y por muchas grietas voy a seguir navegando. Y esta vez sí tengo vuelta clase. Ya os contaré